El cuatro de julio me dijeron que iba a morir. Cuestión de semanas, al parecer. Fue un médico joven, demasiado joven para dar ese tipo de noticias con la suficiente elegancia – si es que hay maneras elegantes de dar una noticia así-. Lo soltó de inmediato, como si se quitara un peso de encima, sin mirarme a los ojos, y con el mismo tono que hubiera usado para decirme: mañana va hacer buen día… Luego empezó a perderse en tecnicismos: que si la médula ósea, que si el avanzado estado de la enfermedad, que si los resultados del TAC, que si uvas que si peras... Resulta obvio que yo ya no le escuchaba, que mi mente había empezado a divagar por los intrincados senderos del pánico existencial; pero él insistía en explicarme lo que yo no le había preguntado, como si necesitara justificar mi muerte ante alguien. A mis trenta y cinco… pensaba yo obsesivamente. Y lo curioso es que el médico debía rondar mi edad. ¿Por qué yo y no él?
- ¿Puede hacerse algo…? – Fue lo único que acerté a pronunciar.
- Por supuesto, si tiene usted una varita mágica…
¿Acaso pensó que me haría gracia el chiste? Nadie intentó consolarme. Nadie se sentó a mi lado ni me cogió la mano para decirme debe usted ser fuerte. Aunque sí me explicaron que no iban a escatimar esfuerzos en “mi caso”: sesiones diarias de radio, medicación conquimio días alternos, radiografías, escáneres… todo un arsenal a mi servicio. Al parecer, después de todo, no podía quejarme. Pero… ¿a santo de qué? me preguntaba yo, si ya me había dicho que no tenía remedio.
Mientras esperaba que una diligente enfermera me programara la larga lista de suplicios, mis ojos se desviaron hacia un tablón de anuncios varios: ambulancias, quiromasajistas, enfermeras a domicilio, mentalistas… ¿mentalistas? ¿Qué era eso? Leí la tarjeta:
Doy lecciones de cómo vivir.
Puedo ayudarle a superar lo que sea.
- ¿Puede ayudarme? – Fue lo primero que pregunté.
- ¿Cuál es su problema?
- Voy a morir pronto.
- ¿Va a suicidarse?
- No. ¡Por supuesto que no! Me lo acaba de decir el médico.
- ¿Es Dios?
- ¿Cómo?
- Su médico, ¿es Dios?
- No, claro que no.
- Entonces, ¿por qué le da crédito?
- ¿Cómo no se lo voy a dar? ¡Es médico!
- Le habrá dicho que tiene muchas probabilidades de morir…
- ¡No! Me ha dicho que me quedan semanas.
- Siento decepcionarle, pero los médicos no lo saben todo. Solamente con pruebas y estadísticas no se puede predecir la muerte de una persona…
- Muy bonito, pero eso sería negar una evidencia…
- Bien, entonces empiece aceptando su evidencia: va a morir.
- ¿Esa es la ayuda que puede ofrecerme?
- ¿Acaso pensaba que era inmortal?
- ¡Claro que no!
- ¿Entonces?
- Es que no me siento preparado…
- ¿Conoce a alguien que lo haya estado?
- … Oiga, sólo necesito que alguien me ayude…
- ¿A qué? ¿A morir? No sea ridículo. Para eso se basta usted solito. Además, si de verdad se está muriendo, ¿qué coño hace aquí? Lárguese de viaje, gástese todos los ahorros, córrase su última juerga, haga lo que siempre ha deseado y nunca ha hecho… haga testamento… en fin, ¿quiere que le dé ideas?
- ¡Pero qué bestia que es!
- ¿Por qué?
- Porque tengo miedo…
- Pues trágueselo. El miedo no va evitar que muera…
- No vea lo que me está ayudando…
- Es que es usted muy pesimista.
- No, soy r e a l i s t a. – remarqué letra a letra.
- Quizás ustedes, los “realistas”, tengan una visión más exacta del mundo, pero los optimistas vivimos mucho más y lo pasamos mejor.
¡Aquello era una frase típica y tópica de manual barato de autoayuda! Me levanté para irme. No pensaba pagarle ni un duro a aquel tipo. Aquello no me estaba ayudando en nada, absolutamente en nada. Tenía que haber imaginado que sería un timo. Al parecer, cualquiera que se hubiera leído cuatro libros de autoayuda se creía capacitado para aconsejar a los demás. ¡Inaudito!
- Que le vaya bien. Supongo que no le veré más… – Dijo a modo de despedida, sin sentirse ofendido.
- Supone bien. – Contesté. Aunque no tenía claro si lo decía por mi rechazo hacia él o por que me quedaba poco para “palmarla”.
- Siento no haber podido ayudarle. Sólo una última pregunta, ¿está seguro de que le gustaría seguir viviendo…?
- ¿Qué quiere decir?
- ¿Es usted feliz?
- ¿Cómo voy a ser feliz!?
- Me refiero a antes… de saber esto.
- Pues… no sé… ¿qué quiere que le diga? Supongo, como todo el mundo.
- Se equivoca, no todo el mundo es igual de feliz. ¿Le gustaba su vida?
- Pfff…
- ¿Pfff? Eso no parece ser mucho…
- ¡Joder! ¿Qué quiere que le diga??
- …
- La verdad es que… no demasiado. ¿Pero es lo que hay, no? ¿Usted es feliz?
- No hablamos de mí. ¿Pensaba usted en la muerte?
- Como todo el mundo, supongo…
- ¡Que manía tiene usted con todo el mundo! ¿Pensaba o no en la muerte?
- A veces, como un alivio…
- Ahí lo tiene.
- ¿El qué?
- Hay que tener cuidado con lo que se desea, porque a veces, se cumple…
He de admitir que aquello me descolocó. Me desorientó sobremanera. Volví a sentarme frente a él, porque en el fondo me resultaba divertido. Desde que me habían “diagnosticado” y “etiquetado” nadie me había hablado así ni dicho esas cosas. En casa y fuera de casa todo eran lloros y caras tristes. Aquel hombre no sentía ninguna pena por mí y empezaba a sonar interesante…
- ¿Me está sugiriendo algo…?
- Pura lógica. Si antes deseaba morir, ahora debe desear vivir…
- …?
- A mí no me pregunte cómo. Es su vida.
- No estoy seguro de entender…
- Con lo que tiene usted ahí – y señalaba con vehemencia hacia mi cabeza – puede usted conseguir lo que se proponga.
- ¿Habla de vencer a la muerte?
- Bueno, tampoco albergue demasiadas esperanzas. El índice de mortalidad en este mundo es del cien por cien…
Había vuelto a desconcertarme. ¿Pero qué pretendía ese tipo, hacerme recuperar las esperanzas de vivir o hundirme en la más absoluta miseria?
- Pero puede intentarlo ¿no cree? Si parte de la base de una muerte segura ¿tiene algo que perder?
Aquello era absolutamente cierto.
- ¿Y qué se supone que debo hacer?
- ¿Ha habido alguna vez en su vida algo auténtico?
- ¿Auténtico…?
- Algo de su vida que valiera la pena, que le hiciera sentir bien: una persona, un sentimiento, un recuerdo, una afición…
- Supongo que sí… tendría que pensar en ello…
- Joder, ¡pues piense! Le va la vida… – y me guiñó el ojo.
- …
- …
- ¿Y cuando encuentre algo que valga la pena?
- Pues aférrese a eso.
- ¡Aferrarme…?
- Sí, con todas sus fuerzas. Esa será su llave, o su varita mágica, por decirlo de algún modo.
- ¿Varita mágica…?
- Todos tenemos una. Sólo hay que encontrarla.
- Es curioso… el médico también me dijo algo relacionado con una varita mágica.
- ¿De veras? Debió de ser lo más brillante que le dijo…
- No crea, fue más bien un chiste macabro.
- Verá – dijo mirándome directamente a los ojos con una convicción irrefutable – ¿ha hecho nunca una tortilla?
- ¿qué…?
- Se le ha quemado una cara… pero no pasa nada, sólo tiene que darle la vuelta a la tortilla, ¿comprende?
- …
- ¡Salga ahí afuera y mire directamente a los ojos a quien le está apuntando con un rifle! ¡Con dos cojones!
*******
Lo miré irse desde la ventana. Había sido duro con él, lo sabía, pero no era más que una táctica. No se puede ser “dulce y compasivo” con este tipo de casos: hay que entrar a matar desde un principio. Nunca dispongo de mucho tiempo porque normalmente duran bastante menos de lo que el médico ha pronosticado. Y es lógico, porque salen de la consulta programados para morir: h i p n o t i z a d o s, esa es la palabra correcta. Mi trabajo consiste en desprogramarles, y después, en reprogramarles para volver a vivir. La diferencia entre los médicos y yo es que ellos no saben el poder que tienen, y yo sí. Manejan su poder inconscientemente y de esa manera pueden hacer muchísimo daño, del cual también son inconscientes, por supuesto.
Mientras le veía alejarse me pregunté si volvería a verle, si habría sabido tocar las teclas oportunas en esa mente desorientada y asustada. No siempre consigo mi propósito, por supuesto. Al fin y al cabo, sólo cada persona tiene la llave de su mente y algunos, no llegan a usarla nunca.
*********
Hoy vuelve a ser cuatro de julio. Después de un año sin aparecer por aquí he vuelto a la consulta. Un médico distinto me atiende, también bastante joven. Levanta los ojos de mi expediente y está claro que no da crédito a lo que ve. Para él es obvio que debería estar muerto: soy un fantasma. Pero yo sólo siento curiosidad por saber qué ha sido del médico que intentó sentenciarme. Me atrevo a preguntarlo.
- Murió.
- ¿Cómo dice?
- Una desgracia: un tumor repentino. Fue cuestión de pocas semanas…
- Me deja usted helado…
- Ya ve, y no escatimamos esfuerzos, como puede suponer. Pero no todo el mundo tiene tanta suerte como usted… – iba mirando y remirando mi expediente – pero aquí no tengo constancia de su tratamiento… ¿cambió usted de hospital?
- No, no lo hice.
- …
- No encontraría su varita mágica…
- ¿Cómo dice?
- Nada importante, cosas mías…
- ¿Me está diciendo que no ha hecho ningún tratamiento?
- Así es.
- … Bueno, ocurre a veces, lo llamamos remisión espontánea…
- Ya, espontánea, a pesar…
- ¿A pesar?
- …del diagnóstico, claro.
- Aunque le parezca mentira, las estadísticas lo contemplan…
- Pues su amigo no me lo dijo…
- Verá, no nos gusta crear falsas esperanzas a los pacientes…
- claro, claro, por supuesto…
- Intentamos ser realistas…
Después de explicarle durante más de media hora que no pienso hacerme más pruebas ni analíticas, que me encuentro bien y que no van a volver a tocarme, me despido lo más amablemente que puedo, dadas las circunstancias.
Me acerco hasta el tablón de anuncios que me salvó la vida y busco la tarjeta. No está. Pregunto por ella, pero nadie parece recordarla. Hay tarjetas de ambulancias, servicios de emergencia, enfermeras, practicantes, masajistas… ¿Sería producto de mi imaginación? Disimuladamente saco un papel de mi bolsillo y lo dejo allí, por si puede servirle a alguien.
No se fíe de ellos, no lo saben todo
Busque su varita mágica
Alícia Ninou